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El profundo

  Daniel Salvo

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  Daniel Salvo

  Era una noche de verano, calurosa y húmeda, como suelen serlo en Lima. La contaminación y la basura que inundaban las calles intensificaban esa sensación de oprobio, que podía sentirse tanto en la nariz como en la piel. Por razones de trabajo – soy escritor, o cuando menos, pretendo serlo – me encontraba en las oficinas de una de las tantas editoriales cuyas puertas había venido tocando con la esperanza de ver publicado alguno de mis cuentos. Claro, tenía también almacenados archivos digitales con novelas que podrían ser, en el futuro, el próximo éxito editorial que me catapultase al parnaso de los escritores laureados. Pero la verdad era que los cuentos eran mi pasión, y tenía como superstición el publicarlos cada principio de año, donde fuera y como fuera. Las editoriales no solían pagar mucho – a decir verdad, a lo más me obsequiaban un ejemplar de la revista o volumen donde aparecían publicados-, pero me hacían sentir que estaba vivo. Supongo que solamente otro escritor podría entender esta emoción.

  En cambio, Martín Moura, el editor en cuya oficina me encontraba, no entendía nada de emociones. Luego de estudiar la carrera de literatura y hacer un posgrado en el extranjero, había abandonado todo afán artístico para dedicarse al negocio editorial. No pagaba mucho, pero era muy bien considerado en el mundillo literario local, pues era uno de los pocos editores que se preocupaba por promocionar sus publicaciones y a los escritores bajo su patrocinio. Además, habíamos sido condiscípulos en tiempos universitarios, por lo que tenía alguna confianza con él. En recuerdo de esa vieja – y por su parte, casi olvidada – amistad, quiso invitarme a un trago, a lo que accedí sin muchas contemplaciones. Sin embargo, en su oficina no contaba con bebida alguna, por lo que sugirió que fuésemos al supermercado más cercano – detestaba los bares - para comprarlas. Si bien le objeté que a esas horas cualquier supermercado estarían abarrotado de gente, Martín insistió. Le gustaba hacer las compras el mismo, lo cual, presumía, había influido mucho en su éxito en el negocio editorial.

  Caminamos pues hasta la imponente edificación que en sus inicios había sido un mercado de abastos y que ahora, en manos de inversionistas extranjeros, era uno de los tantos centros comerciales que algunos huachafos insistían en llamar malls. Si bien existían movimientos en pro de la conservación de dichos inmuebles, más por su valor histórico que arquitectónico, yo sabía que la lucha estaba perdida, y que tarde o temprano, acabarían convirtiéndose en centros comerciales.

  Mientras llegábamos al local, Martín inició una charla que derivó en una serie de consejos sobre redacción y lo que él llamaba los secretos mejor guardados de la literatura nacional. Era gracioso oirle mencionar los nombres de siempre y algunos de los premios que próximamente les serían adjudicados.

  - Te cuento esto por que no formas parte del negocio. Y dudo mucho que llegues a ser un autor nacional, si me disculpas lo ridículo de la expresión. Has elegido esa vaina de la fantasía, de lo terrorífico… Eso no le interesa a nadie, no sirve para hacer dinero. A lo más permite airear la cosa, descansar un rato de tantas historias sobre la violencia paramilitar, la decadencia urbana o el intimismo clasemediero. Sirve para presumir de lo amplio y variado de nuestra oferta literaria, pero no más. ¿Y sabes por qué?

  A la sazón, estábamos frente a un estante surtido de licores. Mientras cogía sendas botellas de whisky y de vodka, Martín continuó perorando:

  - La literatura fantástica es cosa de gringos. De anglosajones, particularmente, con la excepción de Borges tal vez, para nuestro mundo hispanohablante. Y el terror, hasta en sus versiones más efectistas, es más gringo aún. En nuestros países latinos no hay atmósfera para ese tipo de historias, pese a tus esfuerzos y los de otros excéntricos. Hasta el idioma conspira contra ustedes, el español no tiene la sonoridad crepitante del inglés para expresar el miedo. Y los lectores… mi querido Felipe, a nadie le va a dar por leer un cuento de terror escrito por un autor llamado Felipe Andía, nacido en un puerto de provincias, egresado de una gran unidad escolar con nombre de prócer de la independencia o de algún santo dominico. Indefectiblemente, preferirán uno de Clive Barker o de Stephen King, o de cualquier otro autor que suene a gringo. Además, estamos en un país tercermundista, a la gente le da más miedo la inflación o el ratero de la esquina que un monstruo o un fantasma. Los gringos son religiosos, acá somos beatos a lo más. Soy yo quien te agradece que me permitas publicar tus cuentos, por lo que ya te dije de la oferta editorial, pero si realmente quieres ganar dinero, escribe otra cosa…

  Iba a replicarle con argumentos relativos a la vocación y a mi secreta ambición de ser traducido y, de alguna manera, ser publicado en el mercado norteamericano o europeo, cuando lo vi. Estaba justo delante de nosotros, en la cola para pagar los artículos. Aunque pretendía pasar por un comprador más, su fisonomía atraía la mirada de todos, de manera que pude observarlo detenidamente sin que nadie me prestara atención.

  Era de baja estatura y de miembros cortos. Traía puesta una ropa andrajosa y sucia, y su olor era algo difícil de tolerar. El tono de su piel era oscuro, pero su camisa de mangas cortas dejaba ver porciones de piel de un color más bien verdoso y moteado, como el de un batracio. Carecía casi de cuello, y sus cabellos eran como estopa, sucias cerdas que partían desde su huidiza frente hasta el inicio de su espalda. Su boca era más ancha que lo normal, aunque hacía perfecto juego con sus ojos saltones y oscuros. En suma, el sujeto daba la impresión general de un sapo mal transmutado en la caricatura de un ser humano. Lo más repugnante de su fisonomía eran con mucho las orejas, grandes y nervudas, cuyo peso arrugaba la piel circundante a la manera de grasientas branquias…

  Llegó su turno de pagar. Los productos que había adquirido guardaban coherencia con su fisonomía. Mariscos, pescado crudo, algas… No resultaba difícil imaginárselo revolcándose desnudo entre toda esa plétora de fauna y flora marina. Un tipo se cambió de lugar en la cola, y para todos fue evidente el gesto de asco y de fastidio de la cajera, una muchacha que hasta ese momento había estado haciendo su trabajo con la mejor de sus sonrisas.

  El tipo esperó, sin inmutarse, a que la cajera diera curso a su pedido. Yo ya no tenía dudas respecto a su procedencia. Antes bien, me preguntaba qué estaba haciendo aquel ser tan lejos de su hogar, de las inmensas fosas marítimas de Innsmouth o Narragansett, o de la hoy deshabitada Ponapé.

  Porque se trataba de un Profundo, uno de aquellos seres acuáticos a medio camino entre el pez, el batracio y el hombre, pero con suficiente inteligencia como para dedicarse al servicio de los Grandes Antiguos, nadando a los pies de Cthulhu y Dagón, quienes desde su lecho marino en la aún desconocida R´Lyeh parecen muertos, pero sólo sueñan, hambrientos de destrucción y de caos. Y ahora sus emisarios, a quienes se me había encomendado destruir, donde fuera y como fuera que los encontrase, caminaban abiertamente entre los hombres…

  A riesgo de traicionar mi verdadera identidad de servidor de los Grandes Dioses Arquetípicos, enemigos mortales de Cthulhu y sus huestes malignas, me dispuse a utilizar la estrella de verdosa piedra que nos protege de los Antiguos y puede destruir a sus servidores, cuando mi mirada se cruzó con la de aquél deforme ser. Yo sabía quién era él. El supo quien era yo.

  En aquél momento, pude verlo en toda su miserable realidad. ¿Qué era sino un pobre y triste ser, un servidor de último rango, acaso un renegado de una realidad horrenda y melancólica? Lo imaginé sirviendo a los Grandes Antiguos, soportando sus iras, sus burlas, sus desprecios, sin esperar jamás otra cosa que cumplir la caprichosa voluntad de sus amos.

  Me vi a mí mismo en el destino de aquel ser.

  De manera que guardé la piedra de cinco puntas, haciendo visible el gesto ante el Profundo. Su expresión era indescifrable, de alivio quizá, de temor tal vez. Y quise saber
más de él, de sus pensamientos, de los otros seres como él a quienes, acaso, podrían equipararse a una familia humana. Quise saber si seguía sirviendo a las siniestras entidades que dormían en los abismos de los océanos, o si había desarrollado algún tipo de conciencia, de deseo de libertad que lo había alejado - ¡bien lo sabía yo! – de la gran masa de congéneres suyos que infestaban otros mares y cavernas subterráneas, amenazas todavía desconocidas por la humanidad. En cambio, estaba ahí, comprando artículos en un supermercado. Recibió el cambio que la cajera prácticamente le arrojó sobre el mostrador, y se dirigió hacia la salida, con una bolsa en cada mano.

  Pretextando un dolor de cabeza, me despedí rápidamente de Martín Moura. Corrí en pos de aquel Profundo, cuya existencia podía ser la clave de la mía. Lo seguí por las hediondas callejuelas del centro de Lima, entre mendigos, prostitutas y maleantes. No sabría decir si aquel ser trataba de evadirme o de guiarme. Al fin, llegamos a un callejón sin salida, vacío de cualquier presencia humana. El Profundo avanzó hasta casi tocar la pared del fondo, dio la media vuelta y se quedó mirándome fijamente, al tiempo que dejaba caer las bolsas con sus compras.

  Lentamente, saqué de un bolsillo la piedra de cinco puntas que es mortal para su raza, que ahora brillaba con luz propia y parecía palpitar en mis manos. La arrojé lo más lejos que pude. Con las manos extendidas, me acerqué decididamente hacia el Profundo.

  Sus horrendos y tristes ojos de batracio brillaban a la luz de la luna. Su rostro permanecía inexpresivo, como el de un reptil. Pero al irme acercando a él, pude ver que al fin se dibujaba en su rostro una sonrisa erizada de dientes puntiagudos, recorridos ocasionalmente por una lengua bífida…